lunes, 12 de noviembre de 2007

Los diez asaltos.

En la espera no advirtió nunca la historia que estaba haciendo en ese momento. La magnitud de la circunstancia lo consumía y lo cegaba al punto de no saber a ciencia cierta qué hacía.

En la mesa esperaba un teléfono por ser utilizado, y la lámpara prendida era la única testigo del asunto. Llegó a pensar que no había vértice posible entre los dos lados en cuestión.

La poca creíble disputa entre el aparato y él se había convertido en una lucha feudal. Su capacidad de razonar estaba tan corrupta que ya sólo podía pensar en todos los mecanismos que hacían posibles las telecomunicaciones y de cómo podrían ser afectados, todos y cada una de ellos, parte por parte, luego descubrió que nada podía impedir la libre comunicación, que estaba todo tan perfecto que arruinaba cualquier coartada, descubrió que era todo cuestión de rieles incompletos para el tren de la intención. La voluntad, entonces, se le puso en contra.



Para la que nunca escampa.

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